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Un botijo para el huerto y tantos recuerdos...

Son muchas horas las que los jardineros pasamos en el jardín. Tener una serie de comodidades facilita estas horas que estamos en él.
Verano, centro de España, no hace falta que diga más sobre las temperaturas a las que llegamos estos días.
Mi huerto está justo en el extremo opuesto de la parcela a la que está la casa. Cientos de veces, mientras trabajo en él me entra sed. Podría beber de la manguera porque es el mismo agua que sale por los grifos de casa pero... no sé, no me gusta!!
Me bajo (cuando me acuerdo) una botella de agua fresquita pero cuando pasa un par de horas el agua está ya caliente así que me toca subir a casa a beber agua. Uffff, es agotador este sube y baja constante así que se me ha ocurrido que la solución podría ser un botijo de barro en el huerto.

Me encantan los botijos y me resultan muy cotidianos porque en la casa familiar en Extremadura se han usado siempre desde que tengo uso de razón. Aprendí a beber en ellos cuando era chica a base de empaparme la pechera con el agua desbordando a la mínima que se inclinaba el botijo sobre mi rostro.
De todos modos aunque algo de agua te caiga encima cuando trabajas en el huerto, incluso es de agradecer...ummm...fresquita!! Qué gusto. Verdad?
Esta tarde he vuelto a beber de uno y mientras lo hacía me he transportado a otro lugar hace muchos años. Me han venido a la memoria tantas cosas y tanta gente!!
Recuerdo las parvas de trigo que mi abuelo y mis tíos extendían en forma de grandes círculos en las eras a las afueras del pueblo. Entre alguno de los montones dispuestos a ser trillados siempre había bajo los haces un botijo de buen barro blanco. Lo metían allí, al resguardo del sol y los hombres de tanto en tanto paraban en su quehacer, se quitaban el sombrero de paja y tras pasar el antebrazo por la frente para enjugarse el sudor, cogían el botijo y se echaban un buen trago de agua fresca y con ese inconfundible sabor del barro!!

Yo me fijaba en ellos, con sus chambras amplias de algodón arremangadas y los pantalones atados a la cintura con una simple soga.
Mi abuelo siempre las llevaba grises o blancas, con finas líneas azules. Era una vestimenta que yo no veía en la ciudad y me parecían preciosas. Cómodas, sanas, frescas, idóneas para aquellos hombres que sabían qué es doblar el lomo todo los días del año. Cuánto respeto sentía por ellos y cuánta admiración siguen despertándome.
Gente que quizás en una primera y somera mirada pudieran parecer un tanto toscos pero que en realidad tenían una sabiduría admirable. Era gente acostumbrada a sufrir, a renunciar, a ganarse hasta la última peseta con su esfuerzo y eso los convertía en gente de gran respeto para mí. No tenían tiempo de tonterías, ni de depresiones, ni se "rayaban" como ahora,  porque había trabajar. Simplemente. Si había tristezas se curaban a golpe de hoz.
Aquel espacio de las eras me entusiasmaba y me pasaba el tiempo tratando de convencer a los dueños de las distintas parvas de que me dejaran "guiar" (decía yo) aquellos trillos preciosos, vehículos sin motor fantásticos con un banquito de madera en el que sentarte mientras las bestias daban vuelta tras vuelta hasta que las espigas de trigo quedaban cortadas en el grado que los hombres experimentados decidían. Abajo!! Gritaba mi abuelo cuando comprobaba que ya había llegado ese punto.
Y yo me bajaba y me quedaba sentada sobre el propio suelo que olía a yerba seca y a verano. Embelesada mirándoles mientras me quitaba las hormigas de encima!!
Qué pesada era yo entonces (bueno, y ahora también ajajjaa) en mi ansia de aprender cosas que desconocía!! Los acribillaba a preguntas e insistía hasta el agotamiento en que "ya hacía viento" porque no veía la hora de que se pusiera alguno de ellos a aventar el trigo. Aquello sí que era una verdadera danza llena de belleza.
Mi abuelo, hombre serio, seco y de personalidad arrolladora, daba las órdenes. Él decía dónde, cuándo y en qué dirección se tenía que hacer aquella labor.
Y entonces yo asistía a uno de los momentos que más me gustaban (después de trillar)!! Bierno en mano, de cara al viento, uno de los hombres cogía del montón buena cantidad de cereal trillado y lo lanzaba al aire. Con la herramienta en las manos, los brazos arriba una y otra vez!! No hacía falta gimnasios ni ejercicios de mantenimiento. Menudo movimiento de cintura tenían mis tíos y mi abuelo!! El cereal cortado ascendía formando nubes de polvo que por arte de magia se separaban de un lado el grano y del otro la paja!! Qué maravillosos me parecían aquellos movimientos. Armónicos, rítmicos, acompasados. A buen paso para terminar cuánto antes que no era cosa de arriesgarse a que lloviera y se estropeara la cosecha y se diera al traste con el trabajo de todo el año.
El resuello de los hombres agotados del trabajo que daba igual la hora y la temperatura que hiciera, seguían y seguían trabajando. Llegaba a ponerse el sol y con el día terminaban sus labores pero si la era la tenían lejos del pueblo, incluso a dormir se quedaban allí. Al sereno. Bajo las estrellas...
Y mañana temprano de nuevo. A la tarea...hasta que se terminara.
Se escuchaban los quejidos del cansancio mientras trabajaban y casi les llegaba a faltar el resuello. La pala de madera para volver a lanzar al aire el trigo con impurezas todavía después de aventado y volver a separarlo. Cuántas labores que ya casi nadie recuerda... Las chambras empapadas de sudor y aquel polvo que se pegaba a la poca piel que ellos dejaban sin cubrir con ropas o sombreros. Porque Extremadura es eso, extrema y dura.
Luego venían las mujeres que con escobas hechas con ramas finas baleaban el grano terminándolo de limpiar. Qué hermosos aquellos montones de trigo rubio!! Por aquel entonces no era consciente de lo que suponían. Pero ahora, desmigando mis recuerdos, sé que aquellas montañas de cereal eran el final de un camino que comenzó con la siembra.
En medio estaba la siega en mayo, que en mi pueblo se comenzaba para las fiestas patronales. A pesar de ser días festivos, para desazón de las muchachas que tenían novio, los padres se llevaban a los mozos al comienzo de la siega y ellas se quedaban festejando sin pareja para bailar jajaja. 
El trigo no podía permanecer más en la tierra y para el día de San Gregorio se hacía la "mañaná". De temprano, con el alba, mozos y hombres adultos se encaminaban a las tierras para empezar el trabajo más duro del campo: la siega.
Por supuesto por aquel entonces, a mano, con la hoz. Mi abuelo contrataba jornaleros que junto con él y sus hijos se colocaban en un lateral de la parcela todos en línea mirando al frente con toda la tierra preñada de espigas por delante, a la misma altura, separados unos metros entre cada hombre. Y empezaban a andar hoz en mano segando las mieses.
Las espaldas curvadas. Las manchas oscuras de sudor en la espalda de sus chambras. Recuerdo perfectamente la piel áspera como una lija y llena de llagas en las manos de mi abuelo. Qué hermosas!! Y me voy a quejar yo ahora de cuatro arañazos de rosales? Ja!
Les tenía enseñados a sus hijos a dar la talla siempre. Los jornaleros no por serlo tenían que segar más y mejor ellos. al contrario. El dueño de la tierra tenía que trabajarla más que para eso era suya!! Ellos, pequeños propietarios, tenían que ser los primeros. Los que mejor y más rápido segaran. Mis tíos eran hombres de aguante y con una resistencia en el trabajo que todavía hoy me asombra. Otra cosa era deshonor. Así entendían la vida!! Trabajo era honor y eludirlo era deshonra. Por eso quizás, porque me crié en esta forma de entender la vida, admiro tanto a la gente que trabaja con tesón y que se gana lo que tiene sin robarlo a nadie.
Y había que segar bien bajo!! Para que hubiera más paja para el poco ganado que tenían. Las manos casi tocando el suelo así que los riñones debían crujirles...En línea, avanzaban, paso a paso recogiendo con su manos todos las espigas que podían abarcar y cortaban bien bajo. Así hasta que formaban los haces de cereal que anudaban con las mismas espigas. Una hora y otra y otra más! Y el sol implacable encima...
Si estaban cerca del pueblo iban a comer a casa. Pero si no...si alguna mujer de la casa no se llegaba hasta la finca en la que estuvieran trabajando a llevarles el cocido ellos llevaban cargados en las alforjas las hortalizas y los cuernos de vaca que contenían el vinagre y el exquisito aceite de sus olivos. Con ellos elaboraban allí mismo, sentados a la sombra de un árbol, un precario gazpacho que les debía saber a gloria aunque no estuviera hecho con agua fresca. Tales eran las temperaturas y el cansancio...
En la siega, me cuenta mi madre, había cierto "pique". Los mejores segadores conseguían suficiente espigas cortadas para formar antes el haz y los otros, sin decir nada, iban comparando a qué altura de la finca estaban ellos y cual el compañero de al lado. Y si se veían rezagados se azuzaban internamente para no quedarse atrás y apresuraban su labor hacia delante. Los hombres de entonces no se permitían quedar en evidencia trabajando menos o peor. Así se medía la hombría por aquel entonces entre mi gente...con el trabajo.
No se podía esperar. Las labores del campo no tienen espera. Estar a expensas del tiempo lleva consigo eso. 
Formaban al finalizar el día las hacinas. Grandes montañas de haces que, en el caso de que lloviera, solo se mojarían los haces exteriores pero no los que quedaban en el interior.
Nunca lo comenté con él, pero imagino que mi abuelo sentía toda la satisfacción del mundo viendo aquellas hacinas que al día siguiente llevaría en su carro para dirigirse a las eras y trillarlo.
Con el botijo siempre a cuestas. Presente siempre en todas las labores de aquella gente que era mi gente. Vi a estos hombres muchas veces beber de ellos. Admiraba su destreza al subir aquel objeto que rezumaba humedad  a través de sus poros y que a mí me resultaba imposible de levantar por el peso que tenía. Qué hermoso me parecía! Eran hombres que hoy en día irían a la última con sus barbas de tres días (O ya no están de moda estas barbas? Ni idea!). Hombres rudos de piel curtida no por veraneos en la Costa del Sol si no por un trabajo agotador de sol a sol en aquellos veranos en los que el aire se llenaba del sonido de las chicharras...
Cuantos recuerdos puede traerte la simple visión de un objeto. Verdad? El botijo colgado de un pino en mi huerto me ha traído a la cabeza tantas imágenes y a tanta gente que ya no está...
Pero sí, están. Seguirán estando porque siguen en la memoria de los que les seguimos. Siguen muchas de sus ideas, de su modo de entender la vida, de su concepto de lo digno... Yo sigo viéndoles muchas veces en mi hija, en mi hermana, en mi madre... Seguir en los tuyos, en los recuerdos y en la influencia sobre los que vienen detrás de ti, es una forma de no morir. Verdad? :) 

6 comentarios:

  1. Como ceramista no puedo dejar de compartir contigo mi admiración por el útil y humilde botijo. Gracias además por transportarme a esos duros trabajos del campo que yo no conocí, pero me los puedo imaginar con tus palabras escritas. Un saludo!!!!!

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    1. Qué cierto es que merece toda la admiración un ejemplo de sabiduría de tecnología tan sencilla.
      Gracias a ti por pasarte por este jardín. Buen fin de semana.

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  2. Hoy mismo he tenido esos mismos recuerdos, contándole a mi hija lo bien que lo pasaba con mis amigas en la trilla. Tus recuerdos son los míos, me encantan. Un abrazo.

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    1. jejejej qué apasionante eran esas vacaciones en un mundo rural de entonces. Verdad? :)

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  3. Yo no tengo esos recuerdos, pero me has emocionado con los tuyos, con el cariño y sentimiento con que los has descrito.
    Ese botijo queda precioso en tu jardín.
    Muchos besos.

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    1. :) Montse, seguro que tienes otros igualmente deliciosos y emotivos...cada uno tenemos una procedencia y las raíces, sean las que sean, nos conforman y nos explican. Un beso grandísimo.

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